Cuentan que en un rincón del mundo vivía una familia muy especial: allí el amor no llegaba de uno en uno, sino de dos en dos. La bisabuela, mujer fuerte como un roble, tuvo siete pares de mellizos, como si la vida quisiera demostrarle que el amor verdadero solo puede crecer y crecer.
De aquella descendencia nació la abuela Clara, también melliza, quien solía decir entre risas:
—“En nuestra familia, el amor siempre viene acompañado, porque uno solo no basta.”
Los años pasaron, y un día su nieta descubrió que también llevaba esa herencia en el corazón: ¡ella había tenido mellizos! La casa volvió a llenarse de llantos duplicados, risas compartidas y abrazos por pares, recordando las palabras de la abuela.
La niña, ahora madre, miraba a sus pequeños y comprendía lo que su abuela siempre quiso enseñarle: el amor verdadero no se divide, siempre se multiplica. Y en su hogar, ese amor tenía la forma de dos manitos que se enlazaban, de dos voces que jugaban al unísono y de dos corazones latiendo al mismo compás.
“Hay familias en las que el amor no se entrega de a poco, sino en abundancia. Cuando el cariño es herencia, la vida se encarga de multiplicarlo de generación en generación.”
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