Había una vez una niña que recibió un regalo maravilloso: no una, sino dos mamás. La primera fue su madre, y la segunda, su abuela paterna, que con dulzura infinita la acompañó en cada paso.
Esa abuela la cuidaba en sus tristezas, la consolaba en sus tropiezos y la hacía reír en sus tardes más calladas. Bastaba una mirada suya para que la niña se sintiera comprendida. Entre juegos, confidencias y abrazos, la abuela se convirtió en un refugio secreto donde siempre brillaba la calma.
Los años pasaron, y la niña creció. Un día se convirtió en madre, con un bebé en brazos y el corazón lleno de amor. Y la vida, generosa, permitió que la abuela lo conociera, lo abrazara y le dejara, como un susurro invisible, un pedacito de su ternura eterna.
Desde entonces, cada vez que esa nueva madre abraza a su hijo, siente que su abuela sigue presente en los gestos, en la risa, en la calidez. Porque el amor de una abuela se convierte en huella, en mensaje y en cariño que florece para cada nueva generación.
“Una abuela puede ser una segunda madre, y su amor permanece para siempre, como un brillo especial en los abrazos que se comparten de generación en generación".
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