Había una vez un abuelo fuerte como los mejores frutales de su finca y trabajador como el río que nunca descansa. En su juventud pescaba con paciencia, sembraba con esperanza y levantaba su vida con la frente en alto, aunque el camino fuera difícil.
Cada tarde reunía a sus nietos y, con voz profunda, contaba historias de aquellos días. Sus palabras eran semillas que caían en el corazón de los niños, y cada anécdota parecía un tesoro que los inspiraba con su brillo. Ellos escuchaban fascinados, sin saber que en sus corazones quedaba un regalo más valioso que el oro.
El abuelo ya no tiene la misma fuerza de antes: pasa los noventa años y su vista apenas le permite mirar con un ojo. A veces gruñe, como un viejo roble que cruje con el viento. Pero su espíritu sigue erguido, y su familia lo sigue viendo como un héroe, porque aún en su momento más frágil, guarda la misma grandeza de siempre que grabó en sus historias.
Los nietos, ya adultos, lo recuerdan con ternura. Saben que, aunque el tiempo lo haya doblado un poco, las raíces de su amor permanecen firmes. Y cada vez que repiten una de sus historias, sienten que el abuelo revive en su voz, como si el viento supiera que podrá llevarse todo, menos sus palabras eternas.
“La verdadera fortaleza está en el amor y la valentía que inspiran a otros dejando huella. Un abuelo enseña en sus historias que los frutos del esfuerzo son los más dulces”.
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