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Había una vez una niña curiosa que esperaba con ansias visitar a su abuela en la casa del campo. Allí, la vida tenía otros ritmos: el telar sonaba como canto, las ovejas balaban en los prados y el aire olía a chocolate casero.
La abuela, sabia y paciente, le enseñaba a hilar, torcer la lana y hacer cañuelas. Entre sus manos, la lana se transformaba en cobijas que calentaban a toda la familia. Cada puntada era un abrazo, cada hilo un recuerdo tejido en el corazón.
Pero la magia de la abuela no terminaba ahí. A veces, cuando quería alegrar el momento, le pasaba dulces y bolas de chocolate que ella misma hacía y luego la llevaba a buscar los huevos que las gallinas “locas” - como ella las llamaba - dejaban escondidos en el corral. Por las tardes, juntas acompañaban a las ovejas de regreso a casa y las contaban, como quien busca un sueño.
La niña creció, pero jamás olvidó esas tardes en que aprendió que la vida no se mide en riquezas, sino en las pequeñas aventuras compartidas: un hilo de lana, un dulce robado de la alacena, un huevo hallado entre la hierba y una abuela que transformaba lo simple en extraordinario.
“Las mejores enseñanzas no siempre son palabras, también son momentos. Entre hilos y secretos dulces, un abuelo nos muestra que el verdadero amor está en los pequeños detalles que se guardan para siempre en el corazón”.
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